sábado, 10 de septiembre de 2011

Lugares comunes a lo patojo


Como a perro en misa

¿Alguna vez han visto a un perro en misa?  Es el enemigo público número uno de la religión.  Si los feligreses están sentados esperando al cura para que empiece el sagrado ceremonial, el perro gruñe; cuando se levantan porque llegó el cura, el perro ladra; si se ponen de rodillas, el perro aúlla.  Hasta cuando a los presentes les entra el diablo y le dan patadas al can.  El mejor amigo del hombre comienza a saltar entre las bancas para eludir las coces de las bestias religiosas; a estas alturas de la ceremonia el sacristán interviene, no para defender al animalito, sino para cazarlo como a Satán desatado.  El cuadrúpedo ladra agresivo para defenderse y aúlla lastimero por el patadón asestado.  Durante todo este tiempo los rezanderos se han olvidado del cura y de la ceremonia y han centrado toda su atención en el perro, que en vez de salirse vuelve a dar vueltas para que lo castiguen con más saña.  Al final el canino, hecho un cristo moribundo, cual mártir del Gólgota, es retirado de la iglesia por un monaguillo compasivo.  El cura, después del sacrificio ofrecido, dice: “Podéis ir en paz”.  Todos se dan la mano y refrendan: “La paz sea contigo”.  Cuando salen los correligionarios del recinto, el perro en el atrio, casi moribundo, como tocado por un corrientazo,  sale en veloz carrera hacia el mundo de la calle que es más humano y menos divino.  De ahí que a una persona que sufre las circunstancias de la vida, en cualquier evento, le dicen que le fue como a perro en misa.

Memo León, que todo lo hacía mal, tenía fama en todos los campos de ser un tipo de malas.  Bueno, para no caer en el extremismo debemos reconocer que no hay hombres de malas; hay hombres que todo lo hacen mal y en consecuencia terminan mal, como perro en misa.  De Memo León decían que era tan de malas que “cuando le jalaba a los discursos se le iban las patas, cuando le jalaba a la caza se le iban los patos y cuando le jalaba a la vagabundería se le iban las putas”.

lunes, 6 de junio de 2011

Lugares comunes a lo patojo

Colgar el hacha

El pastuso angarillo que presenció, hace años, una explosión irregular cerca al Bulevar Niza, en Bogotá, comentaba después a las autoridades que “sólo estaba colgando el hacha cuando sentí el estruendononón y quedé todo sonso”.  El policía bogotano, que no entendía nada de lo dicho por el pastuso, le confirmó después de escucharle ese lenguaje: “Y eso no se quita”.  Claro, la acción de colgar el hacha es como hacer nada, con la boca abierta y la mirada perdida.

Cuando estamos parados en una esquina cualquiera, sin tiempo pero con lugar fijo, y pasan las damas en sucesivas oleadas por la pasarela de los tormentos masculinos, hacemos lo del pastuso: colgar el hacha.  ¿Y qué puede hacer uno ante el despliegue de tanta belleza junta, sobre todo en la esquina de la cuarta con quinta, en el claustro de Santo Domingo de Popayán, cuando hacen su ingreso las futuras doctoras en Derecho y Ciencias Políticas, revueltas -cuando salen por las calles- con las colegialas de las Josefinas y las estudiantes del Colegio Mayor?   Pues colgar el hacha.  Le sucedió al colono antioqueño cuando, ya establecido en la nueva tierra, se autojubiló y colgó el hacha, cansado de arrasar árboles, que en el siglo diecinueve y parte del veinte era una acción heroica -hoy es criminal- para asentar a su familia, cultivar la tierra y criar bestias; fundar pueblos que hoy son ciudades.  De esas lejanas épocas viene el símil, ya casi desaparecido.  Lo aprendimos los caucanos y los pastusos, que éramos centro y parte del Gran Cauca -desmembrado en mil novecientos cinco bajo la dictadura de Rafael Reyes- donde los caldenses tenían cabida.  Ahora cuando lo usamos suena a arcaico; por eso los bogotanos no entienden.

En Popayán es de mucha tradición la estación de servicio que antiguamente llamábamos la Bomba de los Campo (en referencia a los hermanos Campo)  y que aún hoy presta servicio en el sector de la glorieta de la avenida Mosquera con carrera octava.  En cierta ocasión iba el “Genio” Castrillón  con un amigo en charla animada, hasta cuando se atrancaron en el andén de la estación de servicio por tres señores que colgaban el hacha y obstaculizaban el paso.  El “Genio” puso las palmas de sus manos a manera de lanza por entre los señores y, abriéndolas para separarlos, les dijo:

- Campo, hermanos-.

jueves, 28 de abril de 2011

Lugares comunes a lo patojo

Colgado de la brocha

¿Cuántas veces no sucedió?  Que el gerente de una empresa oficial obligara al interventor de obras civiles a dar por recibida una obra antes del treinta y uno de diciembre, sin terminar, para que no le centralizaran el presupuesto.  En sana lógica el responsable es el interventor, quien firma; pero eso de recibir algo en el papel, que no se ha entregado en la realidad, entraña un peligro semejante al pintor de brocha gorda (cuando se usaba, después de clausurar el hisopo) que está en el décimo piso por la parte exterior del edificio, se le cae el andamio y, por instinto de conservación, se agarra de lo único que tiene en la mano: la brocha.

En la administración pública puede suceder que el gerente denuncie subrepticiamente el hecho para prescindir del interventor; aquí el interventor quedó colgado de la brocha al confiar en la buena fe del gerente.  O puede ocurrir que el contratista reciba el pago y desaparezca sin terminar la obra; otra vez el interventor queda colgado de la brocha.  Un buen interventor no transa sus principios y nunca queda colgado de la brocha.  Un buen interventor permite que contratistas y gerentes pasen al patio de la prisión por pícaros, e impide que se llenen de ingenuos las cárceles.  Dicen que “todo ladrón juzga por su condición”; pero podríamos aventurar este dicho popular en el sentido inverso para elevarlo a la condición de axioma: “Todo honrado juzga por su honradez”.  Quien es honrado, cree y obra como si los demás lo fueran; por eso cae fácil ante los embaucadores o estafadores.

Quienes la pasaron normal -nadie resultó estafado- dada su edad, en los catanos, y condición de cobradoras del amor, en las meretrices, fueron dos parejas disparejas.  Par viejitos decidieron ir de galanes nocturnos por los “gulungunes” del sur, y como para todos hay surtido, se enredaron con dos damas de incierta belleza  de medianoche.  Pasada la aventura se encontraron al otro día:

- ¡Hola, Bladesmiro!, ¿cómo te fue anoche?-.
- Si vieras, Afortunio, que llegué a la pieza y caí como un pollo.  ¡Dormí toda la noche, sin ninguna interrupción!-.
- En cambio yo no dejé dormir a mi dama de compañía-.
- Cómo así.  ¿Te fue bien?  Contá-.
- Pues cómo te parece, Bladesmiro, que mi pareja no pudo dormir porque pasé toda la noche con una tosecita...-.

domingo, 27 de marzo de 2011

Lugares comunes a lo patojo

Coger al toro por los cachos

El primero que dio el ejemplo fue un Goliat en el circo romano, lo sé porque lo vi en cine, en pantalla más grande que cualquier plasma, en tecnicolor y cinemascope.  Agarró a un toro como se agarra al derecho una carreta de dos ruedas, y le volteó el mascadero al pobre animal, para evitar que embistiera a la reina de Saba que, amarrada a un obelisco e indefensa en el centro de la arena, adornaba el espectáculo.  De ahí en adelante todos los problemas que surgen (por la idiotez o por descuido del ser humano) se parecen al toro y las soluciones son las mismas que Goliat aplicó: coger al toro por los cachos, es decir, enfrentarlo y no eludirlo, como hábil futbolista frente a defensa tronco.

Sin embargo, hay quienes resuelven los problemas a pontocones; mejor dicho, no los solucionan, los agravan porque no enfrentan las causas sino las consecuencias.  Es como coger al toro por la cola.  La consecuencia lógica de esta actitud es la acumulación y el agravamiento, dos situaciones que inexorablemente llevan al fracaso.  Sucedió en la segunda guerra mundial: Alemania, en el momento cumbre, multiplicó los frentes de guerra sin ganar uno; entre tanto Inglaterra, tenía uno solo, la defensa.  Pero mejor no hablemos de guerra, que bastante tenemos con la de los sexos; una confrontación que los hombres la llevamos adorablemente perdida, y mejor que así sea.  Las mujeres derrotadas son tan peligrosas como esos toros con cuernos afilados, y nosotros amarrados en mitad de la plaza, sin Goliat.

Si de cuernos hablamos, tenemos que referirnos a toros y no a maridos; los mismos (los toros) a quienes refería doña “Mati” cuando en lejanas décadas era secretaria de un juzgado de Popayán.  Hubo necesidad de hacer una inspección, creo que por los lados de Cajibío, y para el efecto viajaban en un Studebaker modelo cincuenta y cinco el juez, tres funcionarios y doña “Mati” como secretaria.  En esos tiempos era raro un viaje así, y no faltó el amigo de la dama que le preguntara, malicioso:

- Oiga, Matilde, ¿a usted no le da miedo ir tan lejos con cuatro hombres?-.
- ¿Pues, sabe que no?  Porque los hombres son como los toros de casta: en manada no tiran-.

sábado, 19 de febrero de 2011

Lugares comunes a lo patojo

Cerrar filas

Entre las historias desconocidas del antiguo oeste norteamericano, que ni en películas veíamos, hay una que tiene íntima relación con el bienestar humano y era protagonizada por los bisontes -animales extinguidos, como los castores, para dar satisfacción al capital-.  Los bisontes cerraban filas alrededor de un sitio donde se sentían a gusto; grandes manadas se arremolinaban como en una convención de profesionales recién echados; los nativos americanos -inteligentes, antes de vivir como los civilizados- después de espantar a estos animalitos especiales, tomaban el sitio para hacer sus viviendas; allí sentían la tranquilidad que da la paz.  El lugar no era otra cosa que un campo privilegiado exento de radiación que producía bienestar en todos los cuerpos vivos, libre de contaminación; lo descubrían los bisontes; lo sabían todos los americanos de piel trigueña y lo aprovechaban.  Los únicos ignorantes eran los colonos de piel blanca, que hicieron casas donde había terremotos, en zonas de gran radiación electromagnética por los cambios estructurales del planeta.  Está demostrado -pregúntenle a otro más desocupado que yo (científico)- que la exposición permanente a radiaciones electromagnéticas produce en el cuerpo humano descompensaciones de todo tipo: electrolíticas, iónicas, celulares y la muerte.  O si no, ¿por qué creen ustedes que quienes laboran en medios radiactivos se protegen como astronautas en Marte?  Mejor dicho, una “rasca” terciaria sólo lleva a un “guayabo” primario; nada.  La radiación es otra cosa.

Volviendo a lo de los bisontes, esos lugares privilegiados los descubrían las llamas, las alpacas y, por una condición innata, los nativos.  Ahí tenemos a Machu Picchu, a Tihuanaco y, más cerquita, a San Andrés de Pisimbalá, San Agustín arqueológico.  Son sitios en donde uno quiere quedarse por siempre, por la felicidad que producen.  Vayan y me cuentan.

La expresión cerrar filas no es, como dice un grafito por ahí en Carabobo, en Medellín, en alusión a un político reconocido: “Para que no se escape”; es todo lo contrario: para apoyarlo.  Pero había uno, ahora que nos referimos a grafitos, por la vuelta, que era una queja desmesurada: “Cada vez creen menos en mí.                      Atentamente, Dios”.

sábado, 15 de enero de 2011

Lugares comunes a lo patojo

Caldo de cuyes

Esta expresión es muy patoja, muy nuestra; significa volver una cosa más chiquita que una mincha, desintegrarla hasta convertirla en nada.  Y nada, es un chorizo sin carne y sin forro, según Montecristo Santuario y Zuluaga.  De por sí los cuyes son chiquitos, y un caldo, más chiquito aún.  Si quisiéramos cumplir con eso de “dar de comer al hambriento” y usamos un caldo de cuyes, quedamos en deuda con las obras de misericordia.

Caldo de cuyes hicieron nuestros políticos con una empresa insignia del despegue nacional del siglo veinte: los Ferrocarriles Nacionales.  Para quebrarla y evitar que fuera competencia del transporte por carretera -donde los intereses privados eran superiores a los del país- designaron a gerentes “petardos” para quienes era más barato transportar seis vacas en un camión que doscientas en un tren de carga por el mismo precio.  El mantenimiento de la trocha se hacía con traviesas podridas cada doscientos metros para que el descarrilamiento del tren obligara a pasarse al camión o al bus.  Al gerente, con la diferencia en el bolsillo entre comprar traviesas buenas y podridas, le alcanzaba para comprar un camión y un bus.  Con estos gerentes lambones y ladrones -cuyos nietos siguen acabando con las pocas empresas del Estado que aún quedan- el transporte se volvió caldo de cuyes: el tren no existe ni para turismo y los ríos ya no arrastran remolcadores, si acaso cadáveres de guerras.

Dejemos de lado esta historia lacrimosa y volvamos a Popayán, ciudad a la que le quitaron el tren, la estación, los rieles y las traviesas de chanul; menos mal no le quitaron el río.  Pero ya casi.  Para reirnos de nuestra desgracia, veamos lo que le pasó a “Chancaca” -personaje típico que tocaba la flauta como consagrado músico- quien por esos días de la Semana Santa de mil novecientos setenta acudió a una oficina de turismo en afán curioso, por ver mujeres bellas de aquí y de allá.  Una secretaria, apenas lo vio, se acercó para invitarlo a irse diciéndole:

- Usted, señor, si me lo permite su decencia, favor se retira o lo puedo convertir en un caldo de cuyes-.

“Chancaca”, sin inmutarse y viendo la belleza que tenía al frente, le respondió:

- Usted, señorita, si me lo permite su candor, la puedo convertir en señora-.  
  

lunes, 13 de diciembre de 2010

Lugares comunes a lo patojo

Caja de resonancia

La resonancia es la coincidencia de dos frecuencias; la caja es un cubículo rectangular.  Así era la radio antigua: una caja rectangular con dos perillas, una que variaba el volumen, cambiaba el valor de la resistencia (potenciómetro) y, por lo tanto, regulaba la corriente que llegaba al parlante; la otra perilla variaba un condensador metálico y por ende la frecuencia; era el que producía una frecuencia que coincidía con la de la emisora que uno quería escuchar, la sintonizaba.  De aquí viene la expresión caja de resonancia; todo lo que la radio emitía se multiplicaba exponencialmente al público oyente.

Ahora en tiempos modernos cuando no saben qué es una perilla ni mucho menos una caja, las emisoras se sintonizan bajo el mismo principio pero en “aipods”, aparatos chiquitos -como lagartijas- que valen, cada uno, lo mismo que tres docenas de radios antiguos y caben en una lágrima.  Para poder oír hay que meterse unos adminículos en los únicos depósitos de cera que tenemos, que nos aislan del mundo exterior como a Beethoven, porque oímos lo mismo que el genio: un carajo.  Sólo escuchamos lo que viene de adentro.  Como sería incómodo decir hoy: “Lizard ipod”, para estar a la moda, seguimos utilizando caja de resonancia para referirnos a los bochinches que se propagan por los medios radiales.

Hay otra acepción más sutil y es la más usada.  Cuando un político utiliza a otro -pendejo o avispado, vaya uno a saber- para decir sus verdades -¡qué diablos, sus mentiras!-, a este último le enchapan -le ponen la chapa- con el consabido caja de resonancia.  De suerte que tenemos la expresión suprema para identificar al lambón: el doctor Hermenegildo Insuasty es la caja de resonancia del presidente de Asoyuca, el doctor Papamija.